Bienes públicos puros y no puros

Las diferencias entre los políticos se deben, muchas veces, a decidir cuál debe ser el papel del Estado al proveer ciertos bienes. El sector público se ocupa de la educación, la sanidad, y de otros servicios, pero no de proporcionar automóviles o alimentación, por ejemplo (en este último caso, salvo en algunos países donde todavía existe la cartilla de racionamiento).

La mayoría de los debates o discusiones en torno a estos aspectos, y acerca de cual debe ser la proporción entre los servicios públicos y privados, vienen derivadas de las características intrínsecas que presentan los bienes públicos, y que trataremos de explicar a continuación.

En primer lugar, hay que distinguir entre bienes rivales o no rivales en el consumo. Los bienes rivales, la mayoría de los que consumimos, lo son porque su consumo no puede ser realizado simultáneamente por otra persona. En otras palabras, la cerveza que tome no puede ser consumida por nadie más. En cambio, la utilización de un puente, o el propio aire que respiramos, no rivaliza con el uso que hagan de esos bienes otras personas.

Otro concepto importante, que surge de la clasificación anterior, es el de exclusión. Podemos determinar fácilmente que, en el caso de los bienes no rivales, se pueden utilizar los servicios de esos bienes sin que se produzca la exclusión de unos por otros; ahora bien, hay que matizar este aspecto, porque no se puede generalizar de forma tan concluyente, ya que este principio de exclusión que acabamos de definir puede ser manejado por el propio sector público, que dispone de capacidad o mecanismos para ello.

Por ejemplo, un Ayuntamiento o cualquier organismo público puede establecer una tasa por entrar en un parque o en un determinado paraje natural, con el fin de preservar mejor su conservación, por lo que ya estaremos excluyendo a todo el que no quiere pagar esas tasas. (p.e. las ecotasas). Podríamos definir, en este caso, que esos bienes, que en principio eran públicos, no serían “puros” del todo, por lo que consideramos como “bienes públicos puros” aquellos que presentan unas características de no rivalidad y no exclusión. El alumbrado público y la luz de los faros son ejemplos de ello.

Aun así, habría que matizar estas definiciones, ya que, si nos adentramos en el terreno del beneficio marginal – un concepto muy importante en la teoría económica – podríamos decir que, en el caso de estos bienes públicos puros, algunas personas pueden obtener un nivel de satisfacción y bienestar superior a otras, con su consumo. Un claro exponente de ello es el caso de la defensa nacional, servicio para el que existen muchas discrepancias respecto a la cantidad de dinero que cada ciudadano estaría dispuesto a pagar para que cumpla su función.

Llegados a este punto, nos podríamos preguntar, en el caso de bienes que no sean rivales en consumo, por qué imponer un precio o tasa para excluir a todo el que no esté dispuesto a pagar por su uso. Una de las razones podría ser la dificultad de usarlo en el caso de que se pudiera usar sin restricciones. Pensemos en un puente que continuamente está congestionado de tráfico, parece que, en este caso, aunque en términos generales no debería haber rivalidad, al final sí existe, por lo que aflora un nuevo coste, que es el de excluir de su utilización a los conductores que no estén dispuestos a pagar. Este hecho podría aparecer también en el caso de un club privado, en el que el incremento de socios por encima de un número determinado o tolerable, haría reducir el beneficio marginal que obtendría cada uno de ellos.

Vemos, por tanto, que la gestión de los bienes públicos es compleja, y ya no solo por estas peculiaridades que hemos analizado, sino porque la cantidad de bienes que se deben ofrecer al mercado, no se determina de una forma tan exacta como en el caso del sector privado, en el que prima la conocida igualdad ente la demanda y la oferta. Por otra parte, hay que estudiar muy bien el método de provisión de esos bienes, el lugar adecuado, y la forma de financiarlos. En conclusión, no es de extrañar, que a nuestros políticos les cueste mucho llegar a acuerdos en estos aspectos, entre otros, pero eso no significa que no les podamos exigir, de la misma forma que se le pide a cualquier directivo del sector privado, la mayor eficiencia en su trabajo, es decir, conseguir el mayor beneficio posible, en este caso social, en relación con la inversión realizada.

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